Este artículo ha sido elaborado por el filósofo Victor J. Krebs para Educared
Hace cincuenta años Alvin Toffler diagnosticó certeramente lo que estaba sucediendo en la cultura a raíz de la aceleración de la experiencia ocasionada por los vertiginosos avances tecnológicos. Las cosas estaban cambiando tan rápido y los nuevos estímulos eran tan grandes a raíz de las nuevas tecnologías, que la cultura se encontraba en medio de lo que llamó un “shock del futuro”. Sus síntomas oscilaban entre la angustia, la enfermedad física, la depresión y la apatía y sugerían el peligro de no poder adaptarnos por el exceso de estímulos al que los cambios nos estaban sometiendo. Con las experiencias asombrosas de esas épocas –el primer paseo lunar, el primer transplante de corazón, o la invención del hipertexto y de la world wide web– fuimos avanzando hacia el final del siglo, sometidos a un futuro que se levantaba frente a nosotros como un gran Tsunami. Para Toffler solo entrenándonos a predecir y adelantarnos al futuro podríamos darle sentido a los cambios que nos abrumaban y así lograr contrarrestar el shock.
Esta aceleración alcanzó su punto cúspide a finales de los noventa. Ya con el inicio del nuevo milenio el futuro del que habíamos estado eufóricamente pendientes y que se aproximaba vertiginosamente a nosotros, de pronto se hizo nuestro presente. La caída de la bolsa y el ataque a las torres gemelas marcaron un quiebre en la conciencia colectiva y empezamos a vivir ya no pendientes de lo que vendría sino absortos en lo que estaba pasando aquí y ahora. El shock del futuro se transformó, como lo pone Douglas Rushkoff, en un “shock del presente”, una condición cultural con nuevos síntomas que estamos todos experimentando hoy.
Ya no percibimos los cambios y transformaciones sobre el horizonte de un futuro o en función de una meta hacia la cual avanzamos. Vivimos más bien agobiados por una acumulación de cosas por hacer que esperan en una fila inacabable y crean la sensación de estar siempre a punto de perdernos el ahora, que no espera ni se detiene nunca. El universo digital en el que habitamos está siempre activo y conectado, permanentemente actualizándose con las últimas noticias, las últimas tendencias sociales, las incesantes comunicaciones instantáneas, los incansables correos electrónicos, los interminables Tweets, etc., etc., –todo demandando nuestra atención con la misma impostergable urgencia. Dominados por la absoluta prioridad de un ahora constantemente cambiante vivimos energizados pero al mismo tiempo impedidos de la conciencia y la reflexión necesaria para protegernos de esta irrupción digital.
El presente al que nos entregamos en lo digital es como una adrenalina que nos impide conectarnos realmente con nada; reaccionando frente a estímulos eternamente cambiantes, violentamos nuestra propia relación estética y vital con las cosas. Ya casi no usamos el teléfono para conversar sino que recurrimos cada vez más frecuentemente al texto, que es menos demandante y mucho más rápido y eficiente. Nos deconectamos así de las relaciones personales con sus complejidades y dificultades, reduciéndolas a la superficialidad de los Emojis.
Sherry Turkle observa que hoy los medios nos permiten estar cerca de más gente que nunca y sin embargo nos encontramos más solos que nunca. Paradójicamente, dejamos de cuidar el presente, por estar en él y, así, lo vaciamos de todo menos de lo inmediato. Es bueno vivir plenamente el presente, conscientes de la importancia de cada momento pero, irónicamente, el ahora digital nos lo impide. Constantemente distraídos por lo que acaba de pasar, que vibra de múltiples formas y nos impide enfocarnos en lo que tenemos delante de nuestros ojos, dejamos de vivir el presente.
Estos síntomas no son quizás tanto el producto de las mismas tecnologías como del uso al que las ponemos. La forma cómo somos todos reducidos a perfiles que permiten predecir nuestras acciones y nos someten a las exigencias de un remolino de información y comercio, o la forma cómo el mundo virtual se ha convertido en una carrera por el presente, no es solo el producto de las tecnologías o de lo que estas nos están haciendo a nosotros. Es, sobre todo, el producto de lo que estamos nosotros eligiendo hacer con la tecnología, que en su mayor parte pareciera obedecer ciegamente a intereses comerciales y ansias de lucro más que a consideraciones serias y sensatas acerca de las formas de vida que nos convendría adoptar.